jueves, 16 de abril de 2009

PRIMERA ESTACIÓN : Estación amanecer

Corría un futuro incierto, una mañana como otra cualquiera en la estación Amanecer. El último viaje de aquel tren, (que en otro tiempo a tanta gente había llevado a su destino albergándolos en la calidez de sus viejos vagones), antes de que su locomotora terminara como el más valioso huésped de algún museo ferroviario que casi nadie visitaría y sus vagones abandonados a merced del tiempo en alguna vía en desuso. Una antigua locomotora de vapor que durante sesenta años había llevado con pesada elegancia los diez vagones de los que constaba el tren, y aquellos vagones que desprendían lujo por los cuatro costados, tanto en su exterior metálico, como en su interior, equipados con confortables sillones reclinables que perfectamente podían hacer las veces de cama improvisada.





Nueve de los diez vagones iban totalmente vacíos aquella mañana y en el último de todos ellos, tres personas de esas que antaño se llamaban amigos pero que dadas unas y otras circunstancias no pasaban en aquel momento de ser simples conocidos: al principio del vagón un muchacho alto, de ojos verdes y tan oscuro de tez que en otra época le hubieran llamado negro, que respondía al nombre de Solimán, aguantaba a duras penas sentado, pues al entrar, tras un ligero vistazo había percibido en sus compañeros de viaje una seguridad que él no tenía, algo que le hacía sentirse tremendamente incomodo. Algunos sillones más atrás, estaba Zahra una descuidada joven con los brazos repletos de pulseras de tela y los ojos tapados por el pelo. Permanecía quieta sin hacer ningún gesto, tapada con una manta mirando por la ventana; y por último otro varón, tumbado sobre el último de los asientos, sostenía con la mano izquierda una pequeña maleta de cuero con un nombre bordado: “Tristan”, había corrido las cortinas y absorto miraba al techo como esperando de alguna manera poder ver el cielo a través de el. El primero de los chicos, Solimán, seguía mostrándose inquieto con ganas de salir de allí, explorar los entresijos del tren y ver si había más gente en el, así que no pasó demasiado tiempo sentado y encaminó sus pasos hacia la puerta del vagón. La chica se levantó resuelta a seguirle pero algo llamó su atención en una de las ventanas y se quedó ensimismada mirándolo ajena a cualquier otra cosa .

Mientras, el chico del fondo, acostumbrado ya al molesto traqueteo que gobernaba el viaje, no quitaba sus ojos oscuros del techo recordando la estación donde tantas veces había estado. Parecía tan extraña, tanta gente y tan pocas despedidas; la misma multitud de hombres insustanciales de siempre, bien peinados, trajeados y con caros zapatos que como si de burdas máquinas se tratara se sumían tan mecánicamente en su no menos burda rutina que a veces incluso llegaban a asustar. Pero entre tanta gente, él tenía en su mente a un niño, un niño inocente cargado de enseres hasta la saciedad que se despedía de su familia. Su padre erguido como un mástil y con la frente tan alta que podía ver lo que había al otro lado del tren; y su madre, un manantial de lágrimas, aprovechaba lo poco que le quedaba para presumir de su hijo. Aquello le recordaba que no hacía mucho que ese niño con las maletas cargadas de cosas por conocer, había sido él, súbitamente dejó de mirar al techo y con alguna lagrimilla posó su vista en la chica de delante.

Allí seguía ella, pegada a la ventana, resignada, temerosa, como si aquello que siempre le había protegido ya no estuviese, como si le faltara algo, con los ojos pegados al cristal mirando algo que no se sabía muy bien lo que era y pensando en cómo había ido cambiando la estación a lo largo de los años, cómo había pasado de los grandes pizarrones que anunciaban la hora de llegada y salida de todos los trenes a aquellas grandes pantallas deslumbradas por el sol, cómo habían derrumbado las taquillas, para sustituirlas por interminables filas de máquinas totalmente impersonales que no perdonaban ni un solo céntimo. De pronto una piedrecilla de la vía golpeó la ventanilla y ella salió de su letargo, se frotó los ojos, negó dos o tres veces moviendo la cabeza de un lado a otro, volvió a su sitio buscó algo para leer en su bolsa de viaje, se sentó y se colocó suavemente la manta sintiéndose profundamente relajada.

Entre tanto Solimán estaba fuera apoyado en la barandilla del vagón mirando el paisaje que iba dejando a su paso, frotándose continuamente las manos para quitar el frío y preguntándose a dónde iba a llevarle aquel tren, en cual de las estaciones iba a apearse o si desde esa estación habría de coger otro tren para llegar a su autentico destino. Estuvo alrededor de una hora dándole vueltas a la cabeza y solo cuando el tren comenzó a frenar y se divisó a lo lejos la siguiente estación tomó la decisión de volver a su lugar dentro del tren. Respiró hondo y parsimoniosamente caminó hasta volver a sentarse en su asiento.